Es indescriptible lo que sentí leyendo los versos de Ivana Alochis. Es indescriptible y paradójico, ya que debo intentar trasmitírselo a Uds., justamente en palabras.
Para ir desovillando las sensaciones, diré que hacía mucho que no me sumergía en versos tan intensos y polisémicos. Versos tan personales, tan esmerilados por el alma y la experiencia de quien se maravilla por la vida. De quien sabe agradecerle a los días la recompensa con la que es premiada. Cuando leí Fuego en el patio de atrás me vi abrumado por ese algo más que uno siempre desea encontrar en un libro. Y tratándose de poesía, mucho más todavía.
Hay un deseo expresado por Ivana sobre sus versos con el que me encontré, en la aventura de buscar mayores indicios sobre su propuesta, y que también está en las primeras páginas del poemario y hasta de su propia voz, en el cd que acompaña la edición con las voces de Mirta Mollau, Rebeca Bortoletto, Miguel Claría, del Fiscal Marcelo Altamirano, entre otros: “Ojalá alguien vibre con algún verso escrito por mí. Ojalá el papel siga aguantando. Ojalá no haya escrito en vano”. Y a medida que fui desandando el viaje mágico que Ivana me proponía en “Fuego en el patio de atrás” iba asistiendo al revelado de ese deseo; como las de aquellos textos que escribía un amigo con un palillo untado con limón sobre una hoja blanca, al que luego acercaba la pequeña llama por debajo de la hoja escrita, produciendo la magia del revelado artesanal de la palabra.
Es así, que el deseo de Ivana se cumple con creces trasluciéndose en el papel y dejándonos ver el alma de la poeta.
Más aún si uno logra sortear el impacto provocador que produce la cita del maestro Borges al inicio del libro: “Escribir un poema es ensayar una magia menor”, sentencia Don Jorge Luis. Una sentencia que poemas como “Tempus fugit” o “Terapia” se encargan de poner en jaque.
Adentrándome en el contenido, el arco de las predilecciones temáticas de la poesía de Alochis es amplio, además de claro e identificable:
Los orígenes, como reconocimiento del punto de partida y el sentido de la proyección del futuro y la trascendencia.
La familia, como materia prima del alma.
Los hijos, a quienes celebra en poemas entrañables como “Facundo” y “Rocío”.
Su Córdoba natal. Aunque en este caso cambia el todo por la parte: Es decir, la provincia, por los lugares que a ella la atraviesan como el evocado en el poema “La Cañada”. Recurso aquel, que también se extiende en la percepción de nuestra provincia de La Rioja, a quien describe a través de “Aminga” o a través del rito de la “Chaya debida”.
Es por eso que transgrede los límites geográficos y no se conforma solamente con los universos locales. No se ciñe a la propia historia, mucho menos a la de su querida provincia de origen o su país –Argentina– sino que se reconoce como parte de un lugar más vasto y rico: Latinoamérica.
Los oficios como elección de lucha y dignidad también forman parte de su universo. Y claro, ahí se encuentra marcado a fuego el suyo también; el de docente.
Podemos apreciar también en varios de sus poemas la aparición del latín como lengua vívida y reconocimiento del origen de la lengua universal y el quechua como adn imprescindible de la puesta en valor de nuestros ancestros.
Sus versos no sólo describen los paisajes, también ayudan a involucrarse en ellos. El mayor mérito de estos versos es el de hacernos vivir esos paisajes, esas costumbres, esos ritos. Ayudarnos a reconocernos, a celebrar nuestra identidad.
La construcción de algunos de sus poemas no es la convencional, en la que también se adentra y sale victoriosa. Aunque quisiera detenerme particularmente en los versos que se vuelven escurridizos, en los que juegan con “dibujos” personales como aquellos guiños secretos con los que el lector se encontrará en el desgarrador “Orfandad”. Unos juegos que, sospecho, no sólo pueden atribuirse a la experimentación, sino al traje a medida que impone cada verso sentido en donde el poema encuentra su forma de expresión y su propio camino hacia el lector. Es así que encontramos versos transformados en un mate. Encontramos también versos que “caen”. Versos que ascienden en su contenido y en su forma. Versos que desafían las convencionalidades de lecturas. Porque al fin y al cabo la poesía está para ser sentida, no entendida. Al menos así aprendí a leerla yo como alumno del maestro Arturo Carrera.
Concepto, que me alegró compartir con Fabián Casas, en un reportaje que le realizara días atrás Silvina Friera. En él, Casas se afirma que “La poesía trabaja precisamente en contra de que se entienda todo”. Y es de esta manera que siento los poemas de Ivana. Como destellos que se completan con su lectura y la experiencia personal del lector.
Pero hay más, mucho más en la poesía de Ivana. ¿Cómo no va a haber más en un poemario construido a lo largo de veinte años de experiencias intensas? ¿Cómo no va a haber más en un poemario parido de las entrañas de la cotidianeidad, transformada en materia prima de lo extraordinario? Ese algo más que ustedes seguramente descubrirán adentrándose en su lectura. Ese algo más que se trasluce en las dedicatorias de muchos de sus versos a las personas que ayudaron (y ayudan) a su ascensión. Dedicatorias que también pueden leerse como agradecimientos. Los mismos que yo tengo para con Uds. por haberme escuchado, para con la Biblioteca Mariano Moreno por permitirme estar acá, descubriendo y disfrutando de esta autora que nos brindará, seguramente, algo más. Mucho más.
Porque a Ivana Alochis la poesía no la explica. La define.
Muchas gracias.
La Rioja, 7 de octubre de 2011
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